El teniente Spencer vestía su uniforme nuevo, que lucía notablemente mejor cuando disminuía la luz solar que había en el ambiente. Dejó sus gafas de sol en el escritorio y se dispuso a hacer su viaje vespertino anual a Punta alta, a unos 6 kilómetros de distancia desde su flamante oficina y a unos 150 metros de desnivel. No había mejores vistas en kilómetros a la redonda.

Su rutina del primer viernes de otoño comenzaba dando permiso a sus subordinados. Los viernes por la noche son tranquilos en Espina odesum, el pueblo más alejado de todo lo que importa, según lo que recordaba Spencer a todo forastero que se le ponía por delante. Pero lo más importante y chocante es que no tiene iglesia, comentaba una y otra vez, esperando la cara de sorpresa de su interlocutor. En la mayoría de los casos la respuesta común era:  ¿qué hace la gente en este pueblo los domingos por la mañana, o cómo socializa con el Creador?

La estación de policía estaba en la calle principal del pueblo, junto a los bancos, las franquicias de comida rápida, los bares y un par de hostales para visitantes muy esporádicos. Spencer se montó en su aerodeslizador, le dictó en voz alta el punto de destino y le indicó que se lo tomara con calma. No había prisas; su ida y vuelta anual a Punta alta era un ritual cuasi religioso: todo estaba cronometrado y por su cabeza no se cruzaban pensamientos. Se trataba más bien de una reedición de sus recuerdos y a la misma vez un reencuentro con las mismas emociones y sentimientos que le concedían una sensación de plenitud cuando se encontraba con el mismo Spencer de siempre; la misma vaga sensación disociativa que estaba ligada a la degustación de un raro hongo espinoso local en sus años de juventud.

No comentaba con nadie estas interioridades. Era parte de su secreto, de su baúl cerrado con siete llaves en el desván y cubierto con siete mantas viejas y polvorientas para evitar la curiosidad de todo extraño. 100 años realizando el mismo ritual, y no había motivos para pensar que no llegaría a otros 100 más. En ese momento se llevó la mano al cinto para comprobar que llevaba el machete a fin de hacer la marca número 100 en el mástil de punta alta, la idéntica manía anual. Al mirar a la derecha, divisó en ese instante la misma heladería de siempre, Miss Jones.

Pasó frente a los neones que anunciaban el hostal Eden odesum. Los recuerdos le transportaban al sentimiento de infinita curiosidad sensual de su adolescencia, y provocaban la llamada furtiva de su entrepierna. Se tuvo que acomodar en el asiento para que todo estuviese en su lugar; el atractivo de las luces de neón de Eden odesum constituía su más poderosa imagen erótica. Con el tiempo y gracias a su rango de policía local inspeccionó el local en diversas ocasiones. La decepción que recibía de esta llamada erótica en su interior fue creciendo con cada inspección; un sinfín de cabinas cerradas, muchas de ellas con una luz verde en el pórtico de la puerta que invitaban al usuario a su utilización. Una vez dentro todo estaba oscuro: una silla, una cortina oscura y un dispositivo para la inserción de la tarjeta de crédito. No había posibilidad de saber lo que se encontraba detrás de la cortina sin pasar previamente la tarjeta de crédito. Tras la verificación de saldo, una proyección a la derecha le mostraba un menú con más de 69 opciones para su deleite. Spencer sabía que las tarjetas de los policías no mostraban todas las opciones, y que no todas las opciones tenían un registro en los permisos del local.

En el parking del motel se hallaba los viernes el mismo número de aerodeslizadores que pertenecían a los clientes que no tenían reparos en dejar su rastro. A la misma hora, el mismo aero-taxista con los cristales tintados entraba en el garaje VIP para clientes que no dejarían rastro de su paso por el local.

Un kilómetro más adelante, en dirección a Punta alta y antes de la próxima curva, mirada por el retrovisor para ver la skyline del pueblo, predominaba un depósito grande de agua con el nombre del pueblo bien visible desde esa distancia. No muy lejos se advertía una gran antena parabólica, cuya parábola sobrepasaba enteramente la altura del depósito de agua. La antena estaba coronada por un par de luces alternantes: una roja y otra azul. Estas luces prevenían de la presencia de Spencer a ciertas naves que él desconocía, o al menos eso era lo que sospechaba.

Una gran antena para todo tipo de comunicaciones: tanto civiles como policiales, militares y posiblemente propiedad de la Armada espacial del cielo profundo. A Spencer le gustaba fantasear con la visión del aterrizaje en las proximidades del pueblo de una fragata con casco de titanio pulido de las fuerzas espaciales, y el desembarco de una unidad de marines espaciales, con sus armaduras de asalto de más de 3 metros de alto para reparar o actualizar la antena parabólica. Pero esto no había sucedido hasta la fecha, y sus sueños estaban alimentados por imágenes de filmaciones que recreaban de forma imaginativa naves y equipos de la Armada espacial del cielo profundo. Nadie seguía con vida para relatar tal experiencia, en caso de haber visto tales desembarcos.

La ausencia de imágenes espoleaba la imaginación sobre los marines espaciales: los hacía más grandes, más poderosos, más heroicos. La Armada Espacial del Cielo Profundo lo sabía y lo fomentaba.

Para Spencer la antena parabólica constituía la posibilidad de tener información en tiempo real de todo aquello que le importaba. En ese momento los pensamientos forzaban su mirada al frente. Al pasar la mano de derecha a izquierda sobre el salpicadero iluminó un montón de pantallas, gráficos y alertas ante sus ojos. En un lateral, se abría un menú de opciones que le permitía solicitar información local, regional, estatal, mundial, y de cada una de las colonias exteriores colonizadas.

A Spencer solo le interesaba la información sobre las ciudades de la Luna, pues él las consideraba la puerta de entrada a la Tierra de todas las mercancías del universo exterior. El siguiente paso era consultar la entrada y salida de grandes naves de más de 1 Teratonelada. Este tipo de tránsito no sucedía todos los días y para él suponía una gran fuente de información sobre las nuevas cargas y sobre la evolución de las naves de transporte. Las próximas llegadas importantes estaban de camino desde Mercurio y Pyche 16: cientos de teratoneladas de minerales tanto para la Tierra como para los astilleros orbitales en la Luna. Todo este trasiego alimentaba la imaginación para la construcción de cientos de nuevas naves, cientos de nuevas fundiciones, y la contratación de millones de trabajadores y de drones operarios trabajando sin descanso; pero la deriva de estos pensamientos hoy le aburría sobremanera.

Pasó la mano por el parabrisas, y este se iluminó cual radar de control de todo lo que se moviese a 20 kilómetros de distancia. Como cada año en este punto, no había nada que resaltar. Ya estaba a medio camino de su destino y en el último cruce de caminos hacia punta alta.

Miró como de costumbre hacia el cielo buscando la Luna y el titileo de las estrellas. Ese día la luna estaba casi llena e iluminaba con luz muy tenue todo lo que le rodeaba. Las estrellas brillaban como nunca él las había contemplado. Al fondo ya no se distinguía el nombre del pueblo en el depósito del agua ni las luces sobre la antena parabólica continuaban su alternancia, o, al menos, eso parecía, puesto que le daba la impresión de que una de las luces, la azul, había cambiado a amarillo. No le dio importancia, sería una ilusión óptica. Sus monitores no daban ninguna señal de alerta.

Las estrellas en el cielo necesitarían miles de años para mostrarse diferentes. Este pensamiento le llenaba de serenidad; la percepción de la quietud estelar y la conciencia de su corta existencia y fugaz vida le colmaban a la misma vez que su mente renderizaba la disposición de las constelaciones en el cielo. Esta visión no cambiaría, requeriría miles de años para dar nombre a cada una de ellas y miles de años para contemplar su belleza y su armonía. No, no quería viajar al más allá, cambiaría la perspectiva de un mapa celeste y le haría forastero en su propio universo.

Su pueblo, la Luna y las estrellas alimentaban el romanticismo de Spencer, una faceta oculta a los demás detrás de una puerta bien cerrada en el pasado. Esta dualidad alimentaba sus ganas de vivir. Para él, la vida era como permanecer en un gran río del que no se divisan las orillas, y donde la corriente siempre va más rápido que él, donde todo le adelantaba en el cauce sin fin.

Siempre hacia adelante: su viaje, su vida, su corriente sanguínea, la velocidad del mundo que le rodeaba era mucho menor que la de las cosas que le envolvían. Cuando llegara a punta alta se detendría en seco y miraría hacia atrás. Sí, lo hacía una vez al año, un ritual para ir a la velocidad adecuada, pues temía perder su vida interior lenta y contemplativa. Pero existía un motivo más: quería encontrarse con Lex.

La última parte del trayecto era un camino de tierra con un 5 por ciento de desnivel, mucho polvo y extrañamente con más vegetación que en las proximidades. Siempre reducía la velocidad en este punto para que el rebufo no levantara el polvo, y se preguntaba de dónde venía la humedad que alimentaba las plantas de los bordes del camino. No había horizonte ni a la izquierda ni a la derecha del camino; se trataba de un cañaveral en un medio semidesértico. Las cañas eran más altas cuanto más se ascendía. No era bambúes, pero a esta hora de la noche nadie lo negaría.

El camino era ancho, con capacidad para dos vehículos. Spencer y su deformación profesional siempre pegado a su derecha, siguiendo una línea imaginaria de unos 30 centímetros al borde, 30 centímetros hasta las cañas. Justo a la mitad del ascenso, le adelantó por la izquierda a toda velocidad un vehículo que levantó una columna de polvo por delante. Como acto reflejo miró hacia atrás y no consiguió distinguir nada entre el polvo. Seguidamente miró hacia delante y a izquierda y derecha: solo polvo.

Mandó parar al vehículo, y esperar prudentemente a que el aire se llevara el polvo. ¿De dónde había salido el bólido?, ¿qué tipo de vehículo era, y, lo más importante, quién lo gobernaba?. Lo primero que hizo fue reiniciar los dispositivos de radar y de comunicaciones; la IA del radar le debería haber avisado con un pitido en aumento a medida que se había acercado. Pero no, no había advertido ni pitidos ni señales luminosas. El aero-deslizador solo llevaba 15 días en la estación de policía y era lo más avanzado y eficiente del parque disponible en el centro de mando de la policía del estado.

Antes de averiguar lo que tenía por delante, el protocolo estipulaba revisar todos los sistemas de abordo. No quería encontrarse frente a un posible delincuente y estar a la misma vez preocupado por el buen funcionamiento de su vehículo. Mandó ejecutar el test de reinicio completo, lo cual requirió 3 larguísimos minutos con todo tipo de testeo y comunicaciones con el centro de mando.

Pasados los 3 minutos, aparecieron las luces verdes que indicaban que el vehículo no presentaba ningún daño, al mismo tiempo que una voz metálica anunciaba el fin del test, así como que todos los sistemas estaban operativos. Hizo retroceder el tiempo en los sistemas de monitorización para identificar el otro vehículo, pero lo que observó le resultó de lo más extraño: solo se había registrado una corriente de aire lateral debido a un cambio de temperatura en el ambiente.

Siguiendo el protocolo, conectó con los sistemas de seguimiento y control de tráfico de la estación de la policía que operaba a su vez vía satélite, con potentes ojos en órbita. El proceso se ejecutaba de forma rutinaria al pasar el dedo por encima de la consola principal del vehículo. Sin demora alguna, el sistema anunció que no tenía nada de qué informar, aparte de su brusco frenazo.

Intentó conectar primero con la centralita de la estación de policía sin éxito y, seguidamente, con la centralita del centro operativo central del estado, pero no hubo respuesta.

Mandó poner rumbo a punta alta pero el sistema le respondió con un mensaje inesperado: indique un destino válido para la conducción automática.

No salía de su asombro, la IA de gobierno de la conducción automática no encontraba la ruta. Ordenó identificar en el mapa Espina odesum y el sistema le devolvió un nuevo mensaje: indique un destino válido para mostrar en el plano.

Se incorporó como un resorte y le pidió a la IA que le mostrara el plano de los alrededores con una amplitud de 15 kilómetros. Su asombro continuaba en aumento, pues el monitor le mostraba un mapa desconocido sin referencia examinable, y donde debería aparecer Espina odesum el mapa mostraba la localización de Ice Europa, que conectaba con una ruta rectilínea con una ciudad llamada City Sol. No había otra explicación, los sistemas de abordo estaban dañados.

La Luna y las estrellas continuaban en su posición, el suelo que pisaba era el mismo de siempre, en esta ocasión a la luz de la luna llena de camino a punta alta. La mano se le fue al cinto en busca de su arma cinética: un revólver Colt Smith & Weson 460VR con cañón de titanio y empuñadura de platino; un arma de apariencia retro, pero no así en cuanto a sus especificaciones, ya que sus balas tenían una capacidad de penetración de hasta 3 centímetros en armaduras de acero, y no existían escudos de fuerza conocidos capaces de detener sus proyectiles. Puso el modo del arma en proyectiles somníferos para elefantes.

Mientras esperaba, lanzó un intento de comunicación con los miembros de la estación de policía estuvieran donde estuvieran, pero las comunicaciones no mejoraban. El tiempo medio de respuesta a una llamada de este tipo era de segundos, y ya habían transcurrido varios minutos. Estaba solo con la compañía de la Luna en el cielo. Tendría que encargarse al día siguiente de muchas tareas de revisión de equipos y comunicaciones, acababa de perder sus próximos dos días libres. Eso era todo lo que podía pensar en ese momento.

El polvo se disipaba, Spencer seguía incomunicado, subido en un vehículo de dudosa eficacia, pero bien armado. Prosiguió con su camino hacia punta alta y con la caza del próximo huésped de su calabozo. Su ritual anual había sido interrumpido súbitamente. Estaba muy cabreado y dispuesto a una solución de fuerza al llegar a la cima; tan solo lamentaba no haber traído toda la artillería reglamentaria.

Encendió las luces identificativas de policía en persecución de objetivo, a la vez que un altavoz repetía el mensaje: ¡Alto, les habla la Policía, pulso electromagnético cargado, no intente escapar!. Su vehículo ha sido seleccionado por el radar, ante cualquier maniobra sospechosa su vehículo quedará inutilizado. Esto último era un farol, el radar no conseguía localizar vehículo alguno, pero Spencer sincronizó el pulso electromagnético con su Smith & Weson. De esa forma, el haz quema-circuitos iría en la misma dirección que las balas en el momento de apretar el gatillo.

El camino acababa, el polvo no. Una pequeña meseta de unos 100 cuadrados se erigía en el fin del camino y la cima de la colina. No había vistas ni referencias, Spencer decidió desconectar el megáfono, pero dejar la luces encendidas de su unidad policial. Los colores de las luces traseras de posición del vehículo del sospechoso se hacían más nítidas, rojas a la izquierda y amarillas a la derecha. No había normas de tráfico para este patrón. Una multa más, pensó Spencer, mientras le iluminaban las mismas luces situadas en el techo del vehículo, con un patrón que imitaba las señales de la armada espacial. Engaño o no, mejor optar por la prudencia, pensó Spencer.

Spencer miraba el interior del vehículo desde una prudente distancia. Los cristales no estaban tintados, pero no conseguía distinguir la silueta de persona alguna al volante, ni en el asiento del acompañante. Solo cejaba un sinfín de luces distintas como si estuviese encendido un monitor o varios sin que nadie los mirase. Tendría que acercarse al máximo, nadie parecía contestar.

Identifíquese el que conduzca el vehículo, humano o sistema de conducción automática, exclamó Spencer en voz alta y clara.

No hubo respuesta, y repitió.

Identifíquese el que conduzca el vehículo, humano o sistema de conducción automática, en un tono más alto e irritado.

No hubo respuesta. Spencer pensó que tendría que hacer algo distinto, y se dispuso a abrir la puerta del acompañante. Actuaba según su propio procedimiento en estos casos. Se le cruzó un pensamiento por la cabeza: Quizás algún gracioso esté dirigiendo a distancia el aero-transporte desde una consola de control remoto.

¡Voy a inmovilizar el vehículo!, gritó Spencer a la espera de alguna reacción.

No hubo reacción, y a Spencer ya se le agotaban las opciones para tratar de comunicarse con la persona que conducía el vehículo de forma remota. Spencer se dirigió a su vehículo para coger las herramientas que le permitirían inmovilizar el vehículo no identificado.

Pero, justo cuando estaba a la altura del parachoques trasero, repentinamente la puerta del maletero se abrió. Spencer, preso de curiosidad, se posicionó detrás del vehículo analizando de frente el interior del maletero. Tardó en procesar lo que veía, no se parecía en nada al contenido de cientos de maleteros de todo tipo de vehículos que había inspeccionado a lo largo de sus años como policía.

Tenía ante sí un cofre que ocupaba todo el espacio disponible, con una tapa que se le antojaba transparente en ocasiones y metal pulido en otras, y una pantalla de alta definición sobresaliente con la proyección de un documental sobre el terreno colindante.

Hola Janik, dijo una voz desde dentro del vehículo.

A Spencer se le produjo un vacío en el estómago, y se tambaleó durante unos segundos como un beodo que se encuentra entre la penúltima copa y la última antes de caer al suelo desmayado. El tiempo pasaba muy lentamente, pero sus recuerdos le venían a gran velocidad, y empezaron a nublarle el juicio.

Janik, ¿estás bien? me preocupas, repetía la voz del coche durante el trance.

Habían transcurrido cien años desde que oyó el nombre de Janik por última vez. Le costaba entender lo que ocurría. Solo había una persona que le había llamado Janik en el pasado, y esa persona y lo ocurrido con ella 100 años atrás eran el motivo de su viaje anual a punta alta.

Spencer estaba en shock. Su mente no hacía caso a estímulos externos, y sus emociones le empujaban y le enclaustraban en un yo olvidado, que de forma súbita empezaba a adueñarse de su ser.

¿Lex?. Preguntaba Spencer mirando al cofre que tenía delante. ¿Quién está detrás de esta pesada broma?, continuaba preguntando Spencer.

Lex estaba casi muerto la última vez que Spencer lo vio, y con nulas posibilidades de sobrevivir.

La rutina de los últimos 100 años había escondido en sombras muy espesas la verdadera razón que explicaba el viaje anual. Un viaje que con el tiempo lo alejaba de ese momento crucial. En unos segundos le llegaron flases muy intensos a su hemisferio mental visible, a la vez que el visionado de unas imágenes le herían en el presente.

Todo sucedía en punta alta, justo en el punto donde se encontraba, con la imagen de un Spencer mucho más joven, acompañado de un amigo igualmente joven. Las primeras imágenes mostraban a dos adolescentes hablando del futuro: uno decididamente se enrolaría en los marines espaciales, el otro se quedaría para siempre en Espina odesum. Para Spencer, solo uno de los dos había cumplido sus sueños.

En las imágenes mentales de Spencer se veía a los dos jóvenes justo al borde de la meseta, en la única parte en la que se abría un precipicio mortal a sus pies. Ambos caminaban paso a paso mientras hablaban y se acercaban al borde. Se trataba de un juego infantil con el que se habían retado en muchas ocasiones. Hablar, caminar mirando solo al frente, nunca hacia abajo. El que parara antes sería el cobarde hasta el próximo reto en ese mismo lugar. No llevaban la cuenta. Solo importaba el presente; la última vez es la que contaba.

¿Qué pasó esa última vez?, ¿quién paró antes?, se obligó a preguntarse a sí mismo Spencer. En ese momento sintió lo mismo que en los momentos críticos de aquella tarde. Detrás de él soplaba el viento de derecha a izquierda en su espalda que le erizó los pelos de la nuca. Solo le dio tiempo a pensar que los llamados vientos del diablo no se daban en esas latitudes. Su primer impulso fue echar mano de su amigo, y así lo hizo. Sin embargo, ese gesto no tuvo el resultado deseado de agarrar a su amigo, sino que le dio el empujón necesario para lanzarlo al precipicio.

No hubo gritos, tan solo un vacío. La espiral del maldito y diabólico polvo acompañó a Lex hasta el fondo 200 metros más abajo, a la vez que empañaba la visión y el recuerdo de Spencer.

  • Janik, sí, hay partes de mí que están vivas. Mi conciencia no murió, sino que se expandió, con todo lo que pasó a continuación de ese día, eran las palabras que salían del interior del vehículo.
  • Pero, ¿dónde estás, Lex?, ¿desde dónde me hablas?, ¿qué significa este vehículo sin conductor a bordo? Preguntaba al aire Spencer, sin dejar de mirar el cofre del maletero.
  • Estoy aquí, formo parte del cofre que tienes delante, de la misma voz que salía el vehículo.
  • ¡No puede ser, no lo entiendo, no lo quiero entender, y, sea quien sea el que está al micrófono, mañana estará en mi calabozo!, gritó Spencer.

Casi al instante, la tapa del cofre cambió de color y mostró un mensaje: Almirante clase Omega, tipo REX, mantenga la compostura, está usted en audiencia con el Almirante. Tenga en cuenta que su seguridad está comprometida, la Marina Espacial del Cielo Profundo le comunica que está pisando suelo propiedad de la Marina, así como lo es todo lo que ve a su alrededor.

Este mensaje le estaba siendo confirmado a Spencer tanto por el pinganillo como por el comunicador de su vehículo, así como por la tablet que sostenía en la mano.

Pero sucedió algo aún más asombroso: el cielo oscureció en ese momento, y el mismo mensaje se leía en el cielo en una proyección tan enorme que lo cubría por completo. El cielo nocturno se había apagado; no había luna, ni estrellas, y Spencer se preguntaba si estaba despierto o viviendo una terrible pesadilla.

Spencer se negaba a seguir la corriente al cofre parlante. No dudaba de la presencia de la Marina Espacial, pero ¿que tenía que ver todo este teatro con sus recuerdos?.

En el cielo las estrellas y la luna volvían a brillar. En cambio, las luces del pueblo se apagaron de repente, incluidas las de la gigantesca antena parabólica, y esto último no había pasado nunca. Los apagones no afectaban a la antena parabólica, debido a que tenía sus propias fuentes de alimentación. Se hallaba ante la rebelión del mundo. Mi mundo ha sido invadido, y quién sabe si no secuestrado, pensó Spencer.

Un Almirante clase Omega. ¿Existía en realidad tal graduación?. De ser así, podría decirse que estaba frente a un Dios. Un Almirante Omega estaría al mando de una Flota Omega, capaz de conquistar un sistema solar a años luz de distancia. No había mucha información sobre si la Tierra estaba en disposición de construir tal flota. El mensaje que no paraba de leer le confirmaba todos sus pensamientos. La flota estaba lista y tenía en su presencia a su Almirante Omega.

La atrapada mente de Spencer, acostumbrada a fantasear con naves espaciales muy grandes, no podía imaginar o calcular el tamaño de la nave insignia, ni la infinidad de naves auxiliares que conformaban la Flota Omega. ¿10 kilómetros de envergadura?, ¿50 kilómetros?, ¿una flota de 1.000 naves?, quizás incluso muchas más.

Sea cual fuese la configuración de la flota, un Almirante Omega no estaba sujeto a ningún rango superior. Él era el mando. Todas sus órdenes se ejecutaban sin oposición. No estaba sujeto a ningún tribunal ni había ningún poder en la tierra o en cielo o una armada que se opusiese a sus decisiones o que juzgase sus actos; tenía el poder de un Dios.

Spencer se sentó en el suelo como lo haría un antiguo nativo indio. Esa era su forma de aguardar lo desconocido. Se rindió, solo podía esperar paciente y con la mente tranquila a que los malos augurios se materializasen.

En la posición que estaba Spencer veía el interior del portón del maletero, que ahora resultaba ser una pantalla de vídeo panorámica. Su mirada no se apartaba de las secuencias que se le mostraban mientras esperaba que Lex le explicara de qué trataba todo este teatro.

Lo que hay en el sarcófago es lo que queda de Lex, empezó diciendo el Almirante. El día de la caída, Lex quedó congelado en el pasado. Hacía tan solo 24 horas desde que había sido admitido como marine en la Marina del espacio profundo. La Marina activó todos los protocolos que estaban reglados en estos casos. Bajo el lema Los marines no mueren, evolucionan, su cuerpo con un aliento leve de vida fue trasladado a un hospital de marines en órbita geoestacionaria.

 

Muchos huesos rotos sin remedio y muchas lesiones internas aconsejaron la solución sarcófago. Sus órganos fueron separados de lo que quedaba de mi esqueleto y se envasaron recipientes canopos que los mantendrían vivos; se acondicionó un sarcófago con un gel espeso donde un poco después depositaron cada uno de los recipientes canopos. Se trataba de una sopa espesa donde los órganos no tardarían en adaptarse al nuevo medio. El órgano más delicado era el cerebro, que quedó largo tiempo en su recipiente a la espera de ser introducido en la sopa. Las conexiones nerviosas biónicas tardaban en hacer su función y los extremos nerviosos de cada sentido se mapeaban uno a uno. En la mayoría de los casos, los estímulos nerviosos iban de fuera a dentro, pero ¿y la voz interior?, convencer al cerebro de que lo que escuchaba era a sí mismo hablando constituía el paso final de las conexiones biónicas

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Pero ¿cómo se reparan el Yo, la conciencia, y los recuerdos? cuando tus restos son los sólidos en un plato de sopa servido en un sarcófago. La paradoja es que no hay un trauma en cuerpo imperfecto, tu cuerpo y tu espíritu son un trauma perfecto en un sarcófago. El Yo y la conciencia se van por el desagüe en el quirófano donde pretenden recomponerte.

El acceso del cerebro a tus recuerdos forma parte de la terapia. Si estos recuerdos no han sido destruidos por falta de materia gris, se establece el punto de partida para que más tarde te encuentres con el recuerdo de ti mismo. Spencer continuaba escuchando atónito.

 

El proceso para mí fue inverso a un viejo relato que no hago más que releer de vez en cuando: Johnny empuñó su fusil. El despertar en la cama del hospital y tomar conciencia de mi nueva realidad. En mi caso esto supuso reencontrarme con mis sentidos, uno a uno, sin traumas añadidos. Mi cerebro simulaba toda la realidad circundante de forma viva y confortable, y no descartó la ayuda de la química en este proceso.

 

Recuperar la movilidad comienza con la toma de conciencia de tu nuevo ‘cuerpo’. Lo más importante es que no estás solo. Tu cuerpo pone un sinfín de armaduras a tu disposición. El sarcófago se acopla a infinidad de vehículos que te dan la movilidad que necesitas. Simplemente escoges en función de proximidad y funcionalidad. Este vehículo que ves ahora mismo son mis piernas y mis alas, y, por supuesto, tiene muchas más funciones habilitadas. Spencer seguía sin dar crédito a toda la palabrería que salía de ese altavoz.

 

Formo parte de algo muy grande. Imagino que al principio me sentía como una hormiga en un hormiguero: millones de hormigas, millones de herramientas, miles de naves, cientos de instalaciones en colonias y orbitales por todo el sistema solar. Todo está accesible en todo momento; la complejidad te atrapa, pasas de ser una célula para sentir y por lo tanto ser el todo. Tú piensas como un todo, y el todo piensa como tú.

 

Si quieres ir las colonias orbitales de mercurio, vas. Si quieres ir a las colonias de Marte o la Luna, también. Si quieres dar un paseo con la armadura más moderna y poderosa de la armada, se cumplirá tu deseo. La Marina lo organiza, encaja tus deseos en sus misiones o crea nuevas misiones. La Marina nunca organiza nada por una única razón, siempre existe una matriz de razones en la que puede encajarte o configurar una nueva misión para ti. Es mucho más complejo que formar parte de una colmena, donde cada individuo comparte su rol con sus semejantes, y ve y siente la colmena a través de su rol. Se trata de un viejo paradigma en la Armada: ser una neurona, y pensar dentro del todo.

Después de todo este renacer se inicia el relato de mi carrera militar, que es muy largo de contar, por lo que ya buscaré momentos para hacerlo en nuestro próximo viaje.

El presente siempre tiene prioridad. ¿Qué hacemos aquí, en Espina odesum? Te estarás preguntado. Pues bien, no vengo solo, hay unidades de mi flota que están ahora mismo ejecutando un plan: Desde hace años estamos presentes en los alrededores y en las profundidades. Nos vamos a llevar un trozo de terreno equivalente a unos 35 kilómetros cuadrados, con una altura media de 150 metros. Es la primera vez que se produce algo parecido en la Tierra y he venido a supervisarlo personalmente.

Ahora mismo lo que ves en el cielo no es la cúpula celeste, sino la quilla de una nave con unas características colosales. ‘Hangar 7’ no es única en su género, pero sí la única ahora mismo operando en la Tierra. Hemos bloqueado toda señal de alarma sobre nuestras maniobras. Los equipos terrestres enmudecen toda señal y controlamos todas las comunicaciones desde hace días.

El proceso empezó construyendo una base metálica por debajo de nuestros pies. Hangar 7 aterrizará en breve y cortará el terreno al igual que un molde de galletas sobre una superficie de preparado de harina y se acoplará a la base metálica.

Dejaremos un socavón que luego rellenaremos con un trozo de hielo traído de la luna Europa del mismo tamaño. Hangar 7 no ha venido de vacío, ya habrás notado que los mapas de los alrededores ya muestran el resultado final de nuestra obra.

Hangar 7 es muy versátil y apenas está utilizando parte de la carga disponible o de los recursos que provienen sobre todo de ingeniería minera planetaria. Nos llevamos un trozo de tierra y dejamos un témpano de hielo, así de simple es esta fase de la operación. Sin embargo, este plan va mucho más allá, la Marina nunca hace nada con un único propósito.

Tendremos todo el tiempo del mundo una vez Hangar 7 se sitúe a la retaguardia de la nave insignia de la flota junto a cientos de naves gemelas.

Spencer no dejaba de escuchar. No podía reaccionar, no movía ni las pestañas. Lo acababan de abducir a él y toda su realidad cotidiana. Viajaría los próximos meses a cualquier lugar desconocido, sin saber para qué, y todo lo que estaba escuchando pasmado frente al automóvil no le ayudaba a comprender el porqué. Su delirio mental lo dejó atrapado por la magnitud de lo que se le veía encima.

Los habitantes de las colonias de la Luna, de Marte y los complejos orbitales diseminados por todo el sistema solar eran muy conscientes de su pertenencia al sistema solar como un único ‘todo’. Las vías de comunicación de intercambio de mercancías habían convertido al sistema solar en un Orbe con un sentimiento identitario propio, pero el sentimiento en la Tierra era distinto: los terranos se aferraban a sus milenarias estirpes, y eran incapaces de ver más allá de su horizonte.

La Tierra exportaba civilización, las colonias del Orbe intercambiaban recursos, sobre todo minerales. Los terranos solo veían a mineros en las colonias del Orbe, pero esto estaba muy lejos de la realidad, pues la mayoría de los recursos se transformaban in situ. Los complejos mineros se convertían en complejos industriales, que a su vez progresaban en complejos con capacidades cibernéticas que retroalimentaban una evolución sin frenos. Las minas de superficie satisfacían las necesidades de astilleros orbitales, donde se fabricaban naves que transportaban parte de los recursos por el Orbe y nuevos equipos mineros que aumentaban aceleradamente la capacidad de producción.

Los planes de la Marina del espacio profundo consistían básicamente en ampliar la influencia del Orbe. Los marines espaciales eran los primeros en llegar a los terrenos vírgenes. Miles de sondas espaciales rastreaban y recolectaban la información de próximos objetivos. La misión encomendada a la flota Omega trascendía los límites del sistema solar; sondas más profundas y lejanas habían seleccionado un sistema solar cercano, y su tarea sería la de colonizarlo. Para ello, se desplazaría una flota con todo lo necesario. La misión no consistía en establecer una cabeza de playa, sino en plantar una nueva civilización supra planetaria en el menor tiempo posible.

El trabajo de Hangar 7 avanzaba a buen ritmo. Ya había impactado en el suelo, y, a la misma vez que se consolidaba con la base, se estaba construyendo una cúpula que lo cubriría todo. Spencer no lo sabía, pero la mayoría de los habitantes de Espina odesum eran exmarines que con paciencia esperaban este momento. Los nuevos habitantes que se habían establecido en el pueblo tenían un origen en el Orbe y deseaban volver a él.

La principal actividad del pueblo era y sigue siendo agrícola, especialmente de fungicultores, y más concretamente de cultivos de hongos sináptico-activos. Los hongos podían servir como elemento base en las conexiones neuronales con elementos cibernéticos, pero esto era un secreto de la marina. En las inmediaciones del pueblo se habían descubierto hongos muy especiales para los marines espaciales. Para un viaje tan largo como tenía encomendada la flota omega no bastaba con comprar o abastecerse obscenamente, pues había tomado la decisión de llevarse el campo de cultivo a cuestas. Muchas granjas de los alrededores cultivaban especies que se habían mejorado genéticamente en Espina odesum. La ciencia no podía explicar por qué esto sucedía aquí y no en cualquier otro lugar. Por ello, la marina del espacio profundo decidió hace años llevarse no solo las granjas, sino también todo el suelo circundante.

A los terranos siempre hay que darles un hueso’, esa era la máxima con la que la marina del espacio profundo siempre actuaba. El espacio dejado por Espina odesum se había planificado para crear un sofisticado paraje. Una estructura gemela a Hangar 7 había transportado un trozo de hielo de la luna Europa de unos 35 kilómetros cuadrados. Hangar 7 instalaría un enorme iceberg traído desde Europa contenido en un sarcófago metálico cubierto con una cúpula para la preservación eterna del hielo en las mismas condiciones de su origen. El enclave ya tenía el nombre Ice Europa y estaba disponible su localización para los sistemas de transporte terrestre.

A unos 20 kilómetros de distancia se había diseñado la construcción de una nueva ciudad: City Sol, que en muy poco tiempo se convertiría en una ciudad de más de 1 millón de habitantes. Las carreteras y túneles de comunicaciones desde City Sol a Ice Europa ya estaban construidos. Ice Europa se convertiría en algo equivalente a un parque temático con millones de visitantes al año. Con diseño radial se habían diseñado otros parques temáticos. Otras naves gemelas tipo Hangar 7 estaban de camino con otros ecosistemas del Orbe. Ni City Sol ni Ice Europa eran el hueso, solo lo contenían.

City Sol, por su parte, se transformaría en una urbe financiera sin parangón en el Orbe. La marina del espacio profundo almacenaría minerales escasos en las inmediaciones; la base metálica de Ice Europa contenía una 35.000.000 de metros cúbicos de Oro en lingotes de 1m3 como base del contenedor del trozo de hielo, con un peso de 700.000.000 millones de toneladas. Este depósito era el primero de otros muchos que vendrían. El hueso para los terranos consistía en dotar a la economía terrestre de un nuevo activo financiero basado en las reservas minerales almacenadas y gestionadas por City Sol.