Autor texto Antonio Vallespin, ilustraciones creadas por IA.
Manuel no dejaba de pensar en la silueta del león en la sabana africana cuando estaba bajo la farola fundida. Anochecía y acechaba a su presa. El león, tumbado y relajado, pero consciente de todo lo que se movía a varios kilómetros a su alrededor, se sabía observado, pero no intimidado. Nadie vendría a darle las buenas tardes; él solo tenía que esperar que alguna presa tuviera un signo de debilidad y tener suficiente hambre para salir a la carrera.
Manuel, mientras observaba la fachada del bar Sin Prisas, no le quitaba el ojo a las luces azules y rojas de dos manzanas más arriba. El coche de policía llevaba allí desde el segundo día de acecho; las luces le traían el recuerdo de los pendientes que su madre llevaba cuando le visitaba de tarde en tarde en el internado. Vigilado, pero, al mismo tiempo, sentía un abrazo protector.
En el coche de policía sonó un teléfono. En la pantalla: Mamá.
—Hijo, vigila a tu hermano.
—No te preocupes, lo hago siempre que puedo, al salir de mi turno.
—Solo lleva unos días fuera de “Paraíso” y no quiero que vuelva.
—Él no sabe quién soy. Ya le he cacheado dos veces estos días; no lleva nada peligroso, solo una rosa roja.
—Cuídate, cuídale y un beso muy grande.
—Igualmente, Ma.
Manuel, dos manzanas más abajo, veía las sombras de un sujeto, probablemente otro recurso público para controlar que no se desmadrara. A lo lejos vio los faros del coche del primo de Melania, puntual como cada noche. José se había apuntado al mismo gimnasio del primo; llevaba un mes observando sus rutinas, sus venas bien marcadas sobre sus músculos para llevar los nutrientes a sus poderosos ejercicios. Grande, fuerte, pero torpe. Un felino le desgarraría los músculos con sus garras antes de que levantara un brazo.
Manuel, del mismo modo que el león, se sentía el rey de la sabana; él era el puto amo debajo de la farola. Solo tenía que esperar un signo de debilidad, y este no tardaría en suceder.
Al día siguiente, el poli no dejó de observar las sombras de la farola. La jornada tocaba a su fin, el primo había recogido a Melania, y él volvería a casa, se tomaría una o dos copas, y se tumbaría en el sofá hasta que la alarma diaria le despertara.
El primo esperó a que Melania entrara en el portal del edificio y marchó quemando neumáticos, como solía hacer cada noche.
Melania abrió la puerta del portal. Se había acostumbrado a contar los pasos hasta el ascensor: a la izquierda, la escalera hasta el primer piso; a la derecha, el ascensor. El último paso, el más vulnerable, cuando tenía enfrente la puerta del ascensor y, a la espalda, el recoveco oscuro de la escalera. El ascensor tenía que descender desde el sexto. Notó frío y miedo, pero se recompuso. Estaba en casa y estaba a salvo. Tenía que esforzarse en este pensamiento o el miedo la paralizaría.
El indicador del ascensor pasó del dos al uno. Melania alzó la mano para abrir la puerta en cuanto llegara el ascensor.
Y todo pasó muy deprisa. Del hueco de la escalera, José dio un paso hacia delante y, con el brazo izquierdo, tapó la boca de Melania a la vez que la empujaba a la oscuridad. La garra postiza de la mano derecha de Manuel se hundió en el aductor de la pierna derecha de Melania.
Melania sentía un calor no deseado que le descendía por las piernas al mismo tiempo que encharcaba de rojo el suelo. José aflojó el cepo y la ayudó a sentarse en el suelo. Melania no tenía fuerzas para gritar.
José sacó la rosa roja de una bolsa pegada a su cuerpo y se la ofreció a Melania.
—¿Te gusta? —le dijo José.
—Sssss… —Melania solo podía susurrar. La rosa le pareció hermosa. Había dejado de tener miedo, como una gacela en las fauces de un león, atónita solo veía la luz al final del túnel.
José se inclinó hacia ella y aprovechó el último suspiro de Melania para darle un cálido beso hasta el final, al tiempo que Melania le abrazó. No quería morir.
Manuel cogió la mano izquierda de Melisa, la despojó de los anillos que llevaba y le puso una arandela en el dedo de la vena de corazón, al tiempo que decía.
—Hasta que la muerte nos separe -la sonrisa de Mona Lisa iluminó la cara de José