Autor texto Antonio Vallespin, ilustraciones creadas por IA.
En los primeros días de la postpandemia no podía salir a la calle sin mascarilla. Coger el ascensor y mezclarse con un río de gente, con y sin mascarilla, me generaba angustia, y esta sensación de malestar aumentaba si escuchaba a alguien toser cerca de mí.
Recuerdo mi primer viaje en avión después del confinamiento. Ese día nada saldría bien. El despertador sonó a las 5 de la mañana. A los veinte minutos me disponía a salir por la puerta, pero no pude abrirla. El perro del vecino del cuarto, un dóberman adulto, no paraba de ladrar en mi rellano. No podía salir o, mejor dicho, tenía miedo de salir.
Iba con el tiempo justo. Un Uber me estaba esperando en el lugar convenido, pero yo no tenía el teléfono del vecino. El tiempo pasaba. Le mandé un WhatsApp por el grupo de vecinos. Al cabo de unos minutos, el chófer del Uber me pidió explicaciones, al mismo tiempo que sonaba el tono de un mensaje entrante en el teléfono. Mi vecino me avisaba de que ya había metido al perro en casa.
Normalmente, el trayecto hasta el avión lo paso entre sueños, pero ese día estaba muy despierto. No paraba de mirar por las ventanillas del coche, y es que hacía un viento del carajo. Check-in y paseo a través del finger para acceder al avión. El día se estaba arreglando por momentos, o… ¡no!
El capitán anunciaba la salida inmediata por la pista norte. Lo siguiente que recuerdo es que, a unos veinte minutos del despegue, hubo una ligera sacudida en el fuselaje. Las luces de «abróchense los cinturones» se encendieron, al mismo tiempo que el capitán nos anunciaba que debíamos abrocharnos los cinturones porque estábamos pasando por una zona de turbulencias.
El pasajero a mi derecha se santiguaba; el de mi izquierda se puso en posición fetal, hundiendo su cabeza entre las piernas. Las turbulencias no cesaban. Yo, que no sé rezar, no rezaba: suspiraba, aguantaba la respiración, me agarraba con fuerza a lo que podía. Me preparaba para coger la mascarilla de oxígeno en cuanto aparecieran, justo cuando el avión recobró la normalidad del vuelo y las luces de los cinturones se apagaron.
Al cabo de un rato, el capitán anunciaba la maniobra de aproximación al aeropuerto de Villanubla, donde nos esperaban ligeros vientos de costado y una niebla con una visibilidad de 400 metros. La iluminación de cabina se atenuaba al mismo tiempo que se encendían las lucecitas de aviso.
De repente, hubo un revuelo en las primeras filas del avión. La gente se movía y se oían gritos de histeria: una abeja enorme revoloteaba sobre las cabezas. Un animalito tan pequeño estaba provocando el pánico; los pasajeros se las apañaban para cubrirse la cabeza. El miserable insecto se dirigía en línea recta hacia el fondo del avión. Yo, hipnotizado con el trayecto de la abeja, no me percataba de la maniobra de un pasajero (un héroe), que se levantó con una revista enrollada y, con varios movimientos rápidos, atizó al insecto hasta que la abeja cayó al suelo. Aplausos del pasaje.
A los diez minutos, me encontraba haciendo cola en la cinta de las maletas. La mía fue de las primeras en salir; me acerqué a la cinta, separando a los que ocupaban la primera fila. En un escorzo, con poco equilibrio, al coger la maleta, ¡sorpresa! Una jeringuilla quedaba expuesta en la cinta. Ante el asombro, trastabillé y caí sobre la cinta, que solo se detuvo gracias a la acción de otro héroe. Al levantarme, tenía la jeringuilla colgando de mi pierna: me había clavado toda la aguja en el muslo derecho.
Pasada una semana del accidente con la aguja, encima de la mesa del comedor había un sobre con los resultados de mi análisis de sangre y una nota: No leer. Llevar al médico de cabecera.
La carta ya llevaba doce horas en casa y, por supuesto, la había leído: había dado positivo en gonorrea.
Me acababa de levantar, y, frente al espejo, con la cara demacrada tras una mala noche, el párpado de mi ojo derecho empezó a moverse involuntariamente. Sentía pinchazos intensos en el plexo solar. A los pocos segundos, parte de mi cara tenía las mismas convulsiones. Las encías me sangraban debido a la tenacidad de mis movimientos con el cepillo de dientes, y mi corazón estaba a punto de estallar.
Mi mundo se venía abajo: mi novia, mi próxima boda, el convite, el viaje de luna de miel… todo en el aire. ¿Cómo le explicaría a Linda que, a un mes de la boda, me había infectado con una ETS? Y, por supuesto, ¿cómo ser lo suficientemente convincente para que ella me creyese?
El dóberman no me estaba incordiando porque sí aquella mañana: me estaba suplicando que no me moviese de casa. Estaba frente al espejo, aterrorizado, ante la verdadera cara del miedo.