Autor texto Antonio Vallespin, ilustraciones creadas por IA.
Alex estaba en el taxi que lo llevaba a su próximo trabajo. Su agencia lo había seleccionado por su perfil: atlético, con una edad entre 30 y 40 años, alto y bien formado. Alex, acostumbrado a trabajar como guardaespaldas de famosos durante sus cortas estancias en la península, pensó que le vendría bien pasar un mes en un caserón en Fuerteventura, a la orilla de la playa.
El taxi lo condujo hasta el cruce de un camino de tierra. Había un buzón sostenido por un cofre metálico vertical. En la identificación del buzón se podía leer «Finca Selene». Había llegado a su destino. Una caminata de unos diez minutos entre dunas lo llevó a la entrada de la casa. Nada destacable, salvo que, a primera vista, se parecía más a un búnker que a una gran casa con ventanales y terrazas para contemplar el mar abierto.
Con los días, su percepción de la casa cambió. Tal como había planificado, pasó horas caminando a la orilla del mar, en ratos dentro del cuarto de cámaras de vigilancia, y disfrutando del placer de una nueva rutina no planificada. La casa tenía varias habitaciones temáticas: una con una esfinge y elementos egipcios en las paredes; otra posiblemente inspirada en China o Japón, en la que le vino a la mente que el elemento central era un cuadro de tamaño natural de una geisha; otra con una estatua de muchos brazos; y su favorita, una estancia con un enorme cuadro de una Venus sobre una concha de mar, con una mirada hipnótica al frente.
A medida que pasaban los días, gastaba más tiempo contemplando el cuadro. Un gran sofá colocado frente a él lo invitaba a hacerlo. Logró identificar en el fondo del cuadro las vistas al mar y las arenas blancas de una playa cercana.
La Venus, un mar casi quieto y unas arenas blancas; eso era todo. Días y noches contemplando el cuadro, en más de una ocasión se sorprendió al notar la semejanza del rostro de la Venus con el de una chica conocida, que posiblemente veía a diario. ¿La cajera del supermercado? ¿La recepcionista del gimnasio? Recordaba la leve sonrisa en su rostro cuando cruzaban miradas, la misma sonrisa que tenía el cuadro. «Qué tonto soy», pensaba en esos momentos. Solo tenía que pedirle el número de teléfono. ¿Qué lo detenía? ¿El compromiso? ¿No querer dejarse llevar por un placer sin fecha de caducidad? La contemplación del cuadro le devolvía la serenidad a sus pensamientos y la paz interior.
Pasaban los días; no sabía en qué día estaba, hasta que el reloj le lanzó una alarma con un texto breve: la cliente llegaría en unas horas. Ese día, como de costumbre, salió a hacer ejercicio frente al mar. Al regresar, se encontró con la ama de llaves de la clienta que lo esperaba. Las instrucciones fueron breves: «Continúe con sus rutinas, la señora pasará la mayor parte del tiempo en sus aposentos».
A las 5 de la tarde de dia siguiente.
Alex estaba inquieto; no podía perder el tiempo mirando el cuadro dadas las circunstancias, pero no pudo resistirse. Al rato, sus pensamientos lo llevaron a ver el rostro de la ama de llaves en el cuadro. Sonó un timbre.
La sirvienta había preparado un té y le pedía que se lo llevara a la Ama, al mirador unos metros más abajo, hacia la playa. Al pasar por la sala de la Venus, llevando el servicio de té con el máximo cuidado, miró el cuadro de reojo: la Venus no estaba. La concha vacía sobre un tranquilo mar (¿sería una mala jugada de su mente?), no se paró, siguió caminando.
El mirador estaba techado, recordaba Alex. El suelo estaba cubierto con una tarima nueva y reluciente, y nada más. Eso sí, era el lugar perfecto para ver el atardecer y la espléndida luna llena de esa noche. Al llegar al mirador, la luz del atardecer iluminaba los alrededores y los reflejos de una luz cálida de unas lámparas de aceite alumbraban el interior de la estancia. Unas notas melódicas lo invitaban a pasar al interior.
La estancia estaba algo cambiada a como él la recordaba: unas alfombras vestían el suelo, la cliente estaba sentada de cara al mar, con su enorme cabellera negra tapándole parte del rostro. Estaba sentada en el suelo, y a sus pies un instrumento musical alargado con muchas cuerdas que no lograba identificar. Al entrar, dejó el servicio de té en una mesita baja, junto a un puff de tela al margen de la mesa. La tentación de quedarse un rato escuchando la agradable melodía fue satisfecha.
La música, la luz de las lámparas, el agradable olor de unas varitas humeantes, la vista de un mar azul relajante y, sobre todo, el perfume de la clienta lo obligaban a respirar profundamente, llenando sus pulmones.
Anochecía. La luna llena se veía en lo alto, y sus reflejos llenaban de centellas un inmenso mar. Las notas musicales se volvían más intensas, el perfume más penetrante, y, sin saber de dónde, apareció una enorme felina entre los pies de la clienta y el instrumento. La felina, arrullándose a los pies de la clienta, calmó a Alex. Al poco, el animal se acercó a él. Alex se mantuvo en su sitio, y, cuando la tuvo a su alcance, empezó a acariciarla. La felina le lamía las manos, los brazos, y él la acariciaba con ambas manos. No supo en qué momento, pero estaba en el suelo abrazando a la pantera, o… ¡no!, se abrazaba con la clienta, que había dejado de tocar. Ambos se acariciaban debajo de una cubierta de seda, la que hasta ese momento vestía a la clienta.
El rostro de la Venus ante sus ojos rozaba el suyo, y no paraba de buscar su cara con besos. En ese instante, de sus labios salió: «Yo también te amo». La clienta apartó la seda a un lado, saltó sobre Alex, vientre contra vientre, y los movimientos de su cadera llevaron a Alex al cielo. Al amanecer, Alex contemplaba los últimos momentos de la luna antes de hundirse en el horizonte. Se puso en pie de un salto y subió corriendo a la casa, pero no encontró a nadie.
El último día de su trabajo lo pasó delante del cuadro. La Venus había vuelto a su concha; la sonrisa era más intensa, la mirada más impersonal. Miraba un cuadro distinto: Alex había encontrado el amor.