Flick traía de la Tierra un sinfín de cotilleos sobre relaciones entre terrícolas y orbitanos. Los terrícolas se tocaban, se besaban; la mayoría de las veces terminaban en un charco de sudor y abatidos por el esfuerzo.
Los orbitanos, en cambio, empezaban los prolegómenos con un viaje al “eje de miel”, situado en el eje del cilindro del orbital, una zona sin gravedad. Según decían, se dejaban llevar por la ingravidez; las gotas de sudor eran un problema, y los movimientos bruscos o enérgicos los rebotaban contra las paredes.
Flick no podía imaginárselo. La idea le excitaba sobremanera. No se resistió: empezaría con el visionado de diez minutos de la danza del vientre para rematar con el éxtasis del minuto de oro. Terminaría la tarde viendo vídeos de adultos con escenas “X” en el “eje de miel”.
Selene dio el primer paso. Llamó a Flick.
—Hola, soy Selene.
Después de unos segundos de impasse.
—Hola, soy Flick.
—No te molesto, ¿verdad? —preguntó Selene, sin esperar respuesta—. Podríamos dar un paseo. ¿Qué prefieres: ir hacia el balcón panorámico “La Tierra” o hacia el balcón “La Luna”?
—¿Yo? —pensó Flick en lo que le gustaría a Selene—. La Luna. —¿O quizás no? ¿Tendría la Luna el mismo significado romántico para las orbitanas?
—Pues bien, es una buena elección —continuó Selene—. Te paso el lugar de la cita.
Al cabo de pocos días, Flick se dirigía al ascensor 69 con destino al eje. Allí se encontraría con Selene. En la primera cita no se había pinchado el globo. En su cabeza, el recorrido se había partido en varias escenas. Flick no paraba de darle vueltas. En la ida habló él; a la vuelta habló ella. Todo ello formaba parte del ritual de cortejo orbitano. En el banco, a la luz de la Luna, solo se acordaba de los reflejos de luz en los cabellos y la cara de Selene.
Se habían producido silencios, ninguno embarazoso; al contrario, eran silencios muy intensos. Era la prueba de algodón: no se verían obligados a rellenar silencios; la relación podía continuar.
El intercambio de perfiles 3D antes de la primera cita ayudaba a no tener falsas expectativas. Las imágenes 3D y la posibilidad de vestirlas y desvestirlas le quitaban parte de la magia a la primera visita. Casi todos los secretos que escondían el maquillaje y la indumentaria quedaban revelados.
En su desplazamiento al punto de encuentro, Flick recordó la plaza, el majestuoso árbol, el banco y a Chia, y él, muy cerca de ella. Dos adolescentes atolondrados dejándose llevar: el primer beso, el segundo, más prolongado. La mano inquieta buscando el bajo vientre, buscando la costura que le empujaba a ser superada. El momento mágico de no encontrar resistencia. El beso que no acababa. La mano buscando el fondo frondoso y la resistencia de unos muslos temblorosos que le indicaban el fin de la aventura, o no. El beso con más pasión, y los muslos cedieron lo justo para que los dedos llegaran al tarro de miel.
Selene no tenía tiempo. Su trabajo la absorbía: todo el día rodeada de pepinos y zanahorias. Tenía que darse prisa o no llegaría a la cita. La noche pasada fue densa: volvieron los sueños de juventud, que la turbaban en el momento en el que su cuerpo experimentaba cambios. ¿O eran cambios de humor? ¿O eran ambos?
En el sueño, ella empezaba en caída libre hacia ninguna parte, hacia arriba en algunos momentos, otros hacia abajo. Día a día, el sueño adquiría otros elementos.
Ella se acostaba de mal humor; no quería volver a pasar por ello. Pero la historia crecía día a día. Un árbol con un tronco majestuoso aparecía de la nada. Ella intentaba agarrarse a sus ramas hasta que lograba asirse con una mano a una de ellas. Con los días, la rama se tornó dorada. Con esfuerzo, sus dos manos sujetaban su cuerpo. No quería mirar en dirección a sus pies. Mano a mano, trepaba por la rama hasta llegar a su punta. No había más recorrido. En la punta de la rama colgaba una fruta madura de color verde claro. Al tacto del fruto, este pasó a ser una pieza de jade, más densa como una piedra, pero más sabrosa. ¿Eso era posible?
Con los días, la sensación de caída había desaparecido. Ahora estaba sentada a horcajadas en una rama que soportaba su peso. Mordisqueaba la fruta. No identificaba el sabor, pero sí aumentaba el ardor en su entrepierna, hasta el punto de notarse incómoda, como cada mes, cuando se atenuaban las luces en el orbital. No fue hasta pasados unos años que pudo identificar esas sensaciones.
Ambos habían desconectado la mayoría de las funciones de sus asistentes por el camino. Llegaron a la misma hora a la cita, ambos ligeramente emocionados ante lo que acontecería poco después. Selene tomó la iniciativa: conocía todos los detalles de las instalaciones. De una bolsita de cuero sacó varias pastillas, escogió la de color blanco y se la ofreció a Flick. Este no puso objeciones, tampoco las puso Adán cuando Eva le tendió la mano con la manzana (divagaba).
—¿No será de sabor a manzana? —murmuró Flick.
—No, confía. Esto resetea tus sensaciones a cero. Durante las próximas horas sentirás que todo es nuevo. Será como la primera vez: tus recuerdos sensoriales se anularán temporalmente.
Selene rebuscó al azar en la bolsita y, sin mirar el color, se tomó un par de píldoras de colores llamativos.
El ascensor empezó a subir. No habían pasado unos segundos cuando Flick se dio cuenta de que su cuerpo experimentaba el ascenso por primera vez. La pastilla empezaba a hacer efecto.
Llegaron a las puertas del apartamento, experimentando gravedad cero. Ambos cambiaron de ropa de forma privada. Los dos lucían una falda corta que escondía lo evidente. Ella también llevaba otra prenda ocultando sus pechos.
Antes de entrar en la alcoba, Selene lo invitó a ponerse “el cinturón del No”, mientras ella hacía lo mismo. Era un complemento de lo más útil: este lanzaba telas, como lo haría una araña, para buscar fijaciones ante los movimientos incontrolados en la falta de gravedad. Y lo más importante: en caso de que alguno se sintiese agredido, podría pulsar el botón rojo, y al instante se hincharían globos airbags para una separación inmediata. Los airbags estaban conectados entre sí: si saltaba uno, el otro también lo hacía, dejando las partes blandas de ambos sin posibilidad de ser molestadas. Lo más embarazoso sería explicar a los gendarmes por qué habían saltado los airbags.
Ambos entraron en la habitación levitando. Sus cuerpos se buscaban y se repelían. Desde lejos, sería muy parecido al cortejo de dos aves en vuelo. Las manos buscaban las manos; los labios buscaban y encontraban una lengua húmeda que no era la suya. El roce de los cuerpos era efímero pero intenso. Flick sintió su virilidad entre sus piernas. Los movimientos y los roces no se detenían. La tensión en su cuerpo estaba alcanzando el punto de no retorno. Selene, conocedora de esos momentos, agarró la rama dorada de Flick y le puso una capucha. Un acto simple, aparentemente arrebatador, pero que al contrario disipó la tensión del momento. Flick podía continuar con la búsqueda de la miel.
Por primera vez, sus cuerpos estaban uno frente al otro. Ella, con las piernas rodeando la cintura de Flick, mandó a su cinturón mantener la postura. En el loto levitando, la punta de jade de la rama dorada encontró el frasco de miel, y ambos encontraron el punto y final de sus sueños.
En una de las paredes colgaba un sobreedredón. Antes de entrar en el sobre, Selene hizo clic en su cuello, cerca de la nuca, y deslizó un interfaz entre sus dedos. Buscó la conexión en el cuello de Flick y ambos quedaron comunicados en lo más íntimo. Compartieron la misma imagen de la rama dorada en el tarro de miel. Un momento tántrico que duraría unos interminables minutos. Desde ese instante, ambos sentían los deseos del otro antes que los propios.
En otro lugar, Heim se había hecho dueño de un basurero donde se retiraban cantidades de circuitos para su reciclaje. Este lugar había desaparecido de las rutas de limpieza. Él era el amo de todo lo que le rodeaba; allí no lo encontrarían.
Había despejado una pared en la que colgaba una reproducción de Saturno devorando a sus hijos. Heim no había olvidado el proyecto Suzuki ni sus ansias filo-caníbales.
El tiempo lo mataba; sus pensamientos corrían más rápido que él, alimentando sus delirios. Jugueteaba con el destino, al igual que un gato con un ratón: un manotazo a la derecha, otro a la izquierda, hasta el cansancio, justo en el momento en que apretaba el botón con la secuencia de disparo.
Flick y Selene se introdujeron en el sobreedredón. Sus cuerpos se acercaban mientras se acostumbraban al tacto de las fibras que los envolvían. La lucha contra la gravedad había terminado. Solo tenían que preocuparse por darse placer uno al otro. Las manos, los pies y los estómagos se buscaban y se encontraban. Los besos eran más intensos. De forma repentina, ¡el tiempo se paró!
Ruidos. Luces. Los altavoces clamaban por la calma. Los cinturones airbag saltaron. El sobre se abrió de forma repentina y los cables del airbag tiraron de ellos hacia la puerta.
Para Flick, la cacofonía era enloquecedora; la cantidad de estímulos lo aturdía. Le costaba dar el siguiente paso. Selene, a pesar de estar sobrepasada por el espectáculo psicodélico, sabía lo que tenía que hacer: los orbitanos vivían simulacros de evacuación desde primaria.
Una vez en el ascensor que los dirigiría a la superficie, las noticias que les llegaron resultaron de lo más alarmantes. Un micrometeorito había impactado en el exterior del cilindro y, como resultado, había perforado las diferentes capas de protección, dañando la superficie del huerto de pepinos y zanahorias que regentaba Selene.
Las sustancias consumidas amplificaron el golpe emocional.
La sonrisa de Heim iluminó su estancia.