Heim trabaja en un laboratorio de realidad mejorada. Hoy es el primer día con Suzuki para experimentar la percepción sensorial con el programa seleccionado. Suzuki había sido escogido entre cientos de expedientes para el estudio; sus sentidos y coeficiente intelectual están en la parte alta de la escala de los sujetos a estudio.
Heim leyó el enunciado de trabajo de hoy, que versaba sobre los unicornios verdes. Al término de la introducción, Suzuki estaba algo incómodo y, como fruto de ello, no pudo reprimir la pregunta al aire:
—¿Unicornios? ¿Unicornios verdes? No le puedo ayudar; todo el mundo sabe que los unicornios no existen.
Heim no respondió y continuó con su tarea. En ese momento, la pared de enfrente visualizó una imagen que ocupaba toda su extensión, de cinco metros de ancho por tres metros de alto. Una zona de prebosque con mucha hierba baja y algunas matas altas. La escena se hizo más hermosa con el salpicado de flores de todos los colores. La primera línea de árboles no estaba lejos y, desde ella, de izquierda a derecha, un joven ciervo olisqueaba la vegetación buscando los brotes más sabrosos. Suzuki se relajó de su sorpresa inicial, mientras empezaba a mostrar perplejidad otra vez al contemplar la siguiente escena.
De derecha a izquierda, un imponente unicornio verde, marcando el paso al estilo de un caballo jerezano, se acercaba al joven ciervo. Sus brillantes pezuñas de oro hipnotizaban a Suzuki.
—¿Unicornio? ¿Verde? ¿Pezuñas de oro? No es real.
—¿Qué no es real? —empezó a hablar Heim—. La imagen es real, y la perplejidad que tú sientes es real.
—Sí, la imagen es real, pero hace referencia a unos seres que no existen en la vida real —continuó Suzuki.
El unicornio siguió caminando hacia el ciervo. Este levantó la vista y, en ese momento, contempló lo que se le venía encima. Fue su último suspiro; el unicornio le clavó el cuerno como si fuese un florete de esgrima y el ciervo dejó de respirar. El estoque había resultado certero y mortal.
Suzuki dio un salto en su silla. Heim tomaba notas, y la escena continuaba: el unicornio se estaba dando un festín con el ciervo. El rojo teñía la hierba y las pezuñas delanteras dejaron de emitir reflejos dorados.
Heim dio una palmada sonora y la pantalla desapareció, enrollándose en el techo. Dejó a la vista la misma imagen que estaba en la pantalla, pero en esta ocasión era una escena real.
En la habitación entró un golpe de aire fresco con profundo olor a hierba; posiblemente había llovido no hacía mucho. Suzuki podía oír el potente latido del unicornio al mismo tiempo que veía las venas palpitando en el cuello del animal.
Heim invitó a Suzuki a salir al verde y acariciar el lomo del unicornio. Él dudó, pero ante la insistencia de Heim, se dirigió con paso lento y vacilante. Dio un pequeño salto para salvar el obstáculo que separaba la habitación del prebosque. No tenía idea de lo cerca que estaba la estancia del sotobosque. Por encima del lomo logró divisar, muy al fondo, el skyline de la ciudad donde residía.
Contra su voluntad, Suzuki empezó a acariciar el lomo, dudando sobre el movimiento más adecuado para ello. Primero deslizó su mano de arriba abajo; luego, desde la crin, pasó por todo el lomo hasta llegar a la cola del animal. Notó que el color del pelo cambiaba de tonalidad a medida que lo acariciaba. El animal no mostraba animadversión. Faltaba muy poco para acabar con el festín, pero el masaje consiguió relajar al unicornio. Los latidos ya no eran tan fuertes y se mostraba complaciente; sus patas se levantaban levemente cuando las manos de Suzuki llegaban al final del lomo.
Suzuki notaba que su pulso se había acelerado; su mente no daba abasto para procesar todas las emociones que estaba sintiendo. Muchas de ellas las experimentaba por primera vez. El unicornio se estaba comunicando con él en un plano que no lograba racionalizar.
A Heim le brillaron los ojos; sabía lo que estaba a punto de suceder. Una flecha surcó el aire a toda prisa. Visto y no visto, la flecha se hundió en el pecho del unicornio, quedándose a un par de centímetros de la mano de Suzuki. Este levantó la mano instintivamente, al tiempo que el unicornio caía a plomo sobre la hierba. Al llegar al suelo, dejó de ser verde; su pelo tomó tonos arcillosos en cuestión de segundos.
Un movimiento inesperado en las ramas de los arbustos cercanos anunciaba la presencia de algo o alguien. Al instante, una poderosa figura de dos metros de alto hizo su aparición. De parecerse a algo, era la figura de un leñador, que, al mismo tiempo que avanzaba, se colocaba el enorme arco a la espalda. Al llegar a la escena, portaba una corta y afilada hacha. Suzuki salió corriendo hacia la habitación con la esperanza de no ser la próxima presa.
Heim continuaba tomando notas. Suzuki consiguió sentarse en la butaca, mientras el leñador, con precisión, cortaba cada una de las pezuñas del unicornio con su hacha. Golpe preciso tras golpe preciso, sopesaba el peso de cada pieza de oro y las depositaba en el zurrón que le colgaba de la espalda. Por último, un golpe certero en el cráneo desprendió el cuerno de 40 centímetros, que unos minutos antes había sido utilizado como florete.
Suzuki quería negarlo todo. No podía ser. Le habían puesto algo en la bebida. El unicornio no era tal unicornio, sino, a lo sumo, un caballo con un pelaje sintético. La realidad lo sobrepasaba. El leñador no solo tenía armas de caza a la antigua usanza. Del pecho le colgaba un rifle de plasma capaz de vaporizar diez toneladas de lo que fuese en un solo disparo.
Heim continuaba tomando notas, mientras cambiaba de posición. Suzuki pensó que se estaba escondiendo. El leñador alzó su rifle de plasma y lo apuntó en dirección a Suzuki. La escena duró unos interminables segundos: el leñador ajustando los controles de su arma, y Suzuki intentando articular algo coherente con sus labios. Ya había dejado de negar la escena. Sus ojos iban de las manos del leñador a la mirada fría y aterradora que mostraba aquel hombre. Sintió una enorme pena por el unicornio; era posible que el loco del leñador hubiese acabado con el último de su especie.
Su muy corta vida pasó por su mente en un bucle sin fin de vida y muerte del unicornio, al mismo tiempo que el odio hacia el personaje de dos patas no cabía en su cuerpo. La cara del leñador seguía impasible. Una leve sonrisa destapaba su dentadura postiza de oro. Suzuki no podía soportar que las pezuñas de los unicornios pasaran a ser dientes en una sonrisa de aquellas bestias.
El leñador apretó el gatillo de su arma. Esto era el fin. Todo se fundió en un negro absoluto. Heim apretó el botón de reseteo del hangar al mismo tiempo. Heim, acto seguido, volatilizó todo el contenido del hangar en el que se había desarrollado la prueba. Era como un gigantesco estudio de cine: las llamas de plasma salían de todas partes, y lo que se había creado por la impresora de biotopos se convertía en calor y humo.
Suzuki 513 ya estaba listo. Sería transferido en un haz de luz a la Tierra. El doctor Herman Heim llevaba 110 años creando traumas en el primer momento de conciencia de entes artificiales. La escena no cambiaba, pero se introducían pequeños ajustes para lograr una mejor fijación de los elementos psicóticos. Estos sujetos traumatizados eran imprescindibles para mantener, con sus odios, a la población de la Tierra. Medraban en frondosos bosques a la caza de ingenuas criaturas de dos patas y corto cerebro.
En el orbital.
Selene estaba en esos días en los que las emociones pesaban más que lo racional. Era un día difícil para pensar en la eficacia de los métodos productivos de pepino en Orbital One. Su asistente lo sabía, y desde el amanecer sonaba rock sinfónico como melodía de fondo. Ella tomó conciencia de ello al llegar a la frase: “Solo somos dos almas perdidas nadando en una pecera” (de la letra de Wish You Were Here de Pink Floyd, siglo XX gregoriano). Ese día se sentía como un alma perdida en un orbital en su máxima capacidad de civiles. Fue entonces cuando su asistente escogió el momento para hacer sonar el silbato de “Eureka”: lo había encontrado.
Para Selene, un deseo oculto pero no olvidado se materializaba: su asistente había dado el visto bueno a su pareja ideal. Primero pensó en sí misma; luego razonó que también era lo mejor para su asistente, quien, al mismo tiempo, había encontrado su pareja ideal.
Ni Flick ni Selene conocían en esos momentos que la clave de afinidad entre sus asistentes residía en sus matrices de conciencia original. Ambos asistentes eran Suzuki: el de Flick, Suzuki 517; y el de Selene, Suzuki 513. Ambos se sintieron bendecidos y convencidos de poder eliminar, en un futuro próximo, al doctor Heim.
En un búnker a mil metros bajo tierra, en la Tierra
Estaba decidido: se cerraría el laboratorio del doctor Heim en Wolf Planet, a nueve años luz, en órbita a la estrella Wolf 359 en la constelación de Leo. “Cerrar” era un término equívoco; en realidad, un meteorito rocoso de 0,5 kilómetros de diámetro se dirigía en esos momentos hacia Wolf Planet. A Heim se le trasladaría a Orbital One de forma furtiva. Nadie debía saberlo. Heim era el último recurso en caso de necesidad. Por ejemplo, si el orbital se desorbitaba y se dirigía, atraído por la gravedad, hacia la Tierra, Heim se encargaría de dar al botón de “buenas noches”, y una luz iluminaría la noche en la Tierra durante unas horas.