Son las 8:00 de la mañana y, como cada día, el asistente le envía unos sonoros “buenos días” a Flick vía pinganillo. Este se despereza lentamente sin abrir los ojos, pero moviendo las extremidades debajo del cubrecamas. El asistente eleva el tono de luz de la estancia al ritmo lento del despertar de Flick. No es un día especial en el calendario, por lo que el desayuno que preparará el asistente no tendrá sorpresas: kéfir sintético, una pieza de fruta del invernadero, una taza de cereales liofilizados y cafeína diluida en una taza.

El asistente

El asistente

En la mesa, en primer plano, está el desayuno; en el resto de la mesa y la pared de enfrente, un nutrido grupo de ventanas con la información preseleccionada por el asistente. Es un día común; no debería haber noticias de urgente lectura ni mensajes pendientes, la mayoría de ellos (si no todos) habrían sido respondidos por el asistente. La información ante sus ojos era entretenimiento; lo importante ya se le había transmitido.
“La producción de minerales de las lunas de Júpiter este mes sería menor que la de las lunas de Saturno. Nada preocupante: los orbitales de la Luna y Marte estarían finalizados a tiempo y los nuevos colonos no tendrían que cambiar de planes”.
“Selene consigue una producción récord de pepinos y zanahorias en los planteles de la sección hortofrutícola de la sección H del órbita”.
“Mister Q, IA emprendedora no corpórea, pone en marcha una tienda online de chocolatinas”.
Las noticias de las lunas de Júpiter y Saturno traían a Flick a la mente su viaje como colono al Orbital One, a miles de kilómetros de la Tierra. En aquellos días, cientos de miles de personas se desplazaron al orbital recientemente ampliado.
Flick no estuvo de acuerdo, en un principio, con el implante. Esta rebeldía desapareció el mismo día de la conexión obligatoria del asistente, según el protocolo de bienvenida al orbital. No dolía, no sangraba, y se acostumbró rápidamente a su asistente.
Las rutinas del orbital diferían de las de la Tierra; lo principal era que el orbital era más vulnerable y obligaba a todos a estar alertas del buen funcionamiento de lo que estaba a su cargo.
El pinganillo zumbó con el sonido de una llamada entrante. Era el asistente de un compañero de trabajo al otro lado.
—Hola, Yol, ¿cómo estás esta mañana? —respondió Flick a la llamada.
—Soy el asistente, no Yol. Déjame paso a tu asistente, me entiendo mejor y más rápidamente con él.
El sonido bajó a un tono imperceptible, pero el eco del sonido de grillos sonó unos segundos. Luego, se cortó la comunicación.
El asistente, al mismo tiempo que le resumía la conexión, le proyectaba en las pantallas de la pared de enfrente los gráficos y las conclusiones de Yol. Su trabajo consistía en simulaciones de las consecuencias de las llamaradas solares sobre el orbital.
La hoja de trabajos para el día se había completado; también tendrían que revisar las recomendaciones de Yol.
Pasado un rato, inmerso y completamente dedicado a su trabajo, un zumbido con un tono muy ocasional y único lo sacó de su éxtasis mental. “Eureka”, el asistente lo había encontrado. Después de meses de búsqueda y con una infinidad de conversaciones con asistentes de orbitanas, aleluya, había encontrado un asistente con quien compartir el continuo del tiempo: la pareja perfecta. El asistente ya tenía pareja. Pero, no menos importante para Flick, esto significaba que también tenía pareja de carne y hueso.

La he encontrado

La he encontrado

Flick enlazó las noticias sobre el huerto orbital: Selene era la pareja ideal.
Sin tardar un minuto, contactó con la tienda online de Mister Q y encargó una docena de piezas de chocolates de diferentes aromas y sabores.
Se imaginaba a sí mismo con vestimenta de hortelano; las perturbaciones electromagnéticas pasaban a segundo plano. Ahora solo pensaba en pepinos y zanahorias.
Flick traía de la Tierra un sinfín de cotilleos sobre relaciones entre terrícolas y orbitanos. Los terrícolas se tocaban, se besaban; la mayoría de las veces terminaban en un charco de sudor y abatidos por el esfuerzo.
Los orbitanos empezaban los prolegómenos con un viaje al “eje de miel”, situado en el eje del cilindro del orbital, una zona sin gravedad. Según decían, se dejaban llevar por la ingravidez; las gotas de sudor eran un problema, y los movimientos bruscos o enérgicos los rebotaban contra las paredes.
Flick no podía imaginárselo; la idea le excitaba sobremanera. No se resistió: empezaría con el visionado de diez minutos de danza del vientre para rematar con el éxtasis del minuto de oro. Terminaría la tarde viendo vídeos de adultos en el “eje de miel”.
Wild estaba en la fase final antes de atracar en el Hangar Ellis 7 del orbital. Venía de Marte con dirección a la Luna. Por los altavoces de la nave anunciaban las puertas de entrada para las diferentes procedencias: terrícolas, puertas de 1 a 10; selenitas, de 21 a 30; y marcianos, de 41 a 50. El resto de pasajeros debería esperar nuevas instrucciones.
“Climatización” era la palabra de bienvenida. A Wild le sonaba a cuarentena; siempre lo veía por el punto más oscuro. A los marcianos los acompañaba un aire duro; la vida en Marte siempre era complicada.

Llegada al hangar Hellis

Llegada al hangar Hellis

Wild no dejaba de pensar en su cita con el Banco Luna, su proyecto y la financiación necesaria para llevarlo a término. No se había preparado mentalmente para una cuarentena larga. Era la primera vez: el paso obligado de un destino a otro siempre pasaba por las termas gravitacionales, la adaptación corporal al nivel de gravedad de fin de trayecto.