Autor texto Antonio Vallespin, ilustraciones creadas por IA.

Oldman llevaba sin ver a Newman más de quince días; le tenía confundido, no recordaba un periodo tan largo sin las charlas sobre polígonos a escala atómica y su modelación con las nuevas impresoras 3D. ¿Cómo recuperar una relación asentada en horas y horas frente a la pantalla del servidor de medios? Un nickname, un avatar con una máscara oscura tapándole la cara y el último mensaje de “usuario no válido o no registrado”, era todo lo que quedaba de una relación que había implosionado. Oldman se quedó mirando la imagen del avatar enmascarado, llevada a un póster en la pared.

La mascara

La macara

Para Newman era la tercera hora del tercer día del tercer mes, justo cuando sonó la alarma por toda la casa. No tardaría en oír a Perkins, la vecina, y lo que más odiaba: los ladriditos de Misti, su caniche, justo al otro lado de la puerta. Sus pensamientos estaban enrocados en otro problema, y le resultaba complicado recordar dónde estaba el interruptor de la puñetera alarma.
Sí, la tercera hora es un buen momento para coger impulso; la alarma no dejaba de sonar, tendría que llamar a Doorman, el portero, para que la desconectara.
—Alexa, llama a Doorman y ordénale que desconecte la alarma —dijo Newman con apenas un susurro.
Perkins, la vecina, no quiso abrir la puerta del rellano. ¿Para qué? Sabía que Newman no saldría. Ya se podría caer el edificio a trozos, que el vecino no dejaría de hacer lo que puñetas estuviese haciendo. Al menos la perrita en sus brazos no ladraba.
La estruendosa alarma dejó de sonar. El impulso de la tercera hora le iluminó el día a Newman: prepararía un regalo. Se sentía como un chiquillo justo antes de entregarle a mamá su primer trabajo de la guardería.
Doorman, el portero, recibió la lista de la compra; como de costumbre, repasó el contenido para informarse antes de salir. Siempre había algo que no sabía lo que era y debía enterarse previamente. Maldijo en hebreo, como de costumbre, para rematar: “Este chico ya nació abuelo, y con todo el dinero del mundo se permite todos los caprichos, y a mí como mozo de los recados”.
En la lista no había nada tan extravagante como el “Porsche 911 Carrera” de color pistacho, subido por el montacargas directo desde la planta baja a la vivienda de Newman, hacía unos meses. Y lo recordaba no tanto por el color del deportivo, sino porque estaba esperanzado de ver por primera vez al jefe. Tampoco pudo ser. Después de pasarse dos horas en el apartamento acomodando el Porsche en una estancia amplia sin columnas, con unas paredes acristaladas que permitían una de las mejores panorámicas del parque central… Todo muy bonito, pero muy solitario, un museo sin visitantes, recordaba Doorman.
En la quinta hora del día, Newman se dirigía a la sala de pensar como de costumbre, una habitación del pánico en el centro del apartamento. Se había preparado el atuendo: una parka Canada Goose Expedition y sus botas alemanas Meindl Vakuum. La sala estaba a menos 17 grados centígrados, con una tienda alpina plantada en el centro, y sobre las paredes la proyección de las vistas del campo base del Everest en el mes de diciembre, grabadas el invierno pasado. Llevaba una bolsa con la comida preparada para pasar algo más de un día, a base de bhat dal y tarkari; depositó el contenido al abrir una puerta de una de las paredes, una nevera para mantener los alimentos a 5 grados.
Eran las siete de la tarde; Newman se acomodaba en la simulación del campo base del Everest, la señorita Perkins le preparaba el cuenco de comida a Misti y Doorman salía por el pasillo que le llevaba a la puerta en busca de los encargos, o eso creía él que iba a pasar, cuando se topó con cuatro policías, justo en el quicio de la puerta, leyendo el directorio de empresas sitas en el edificio.

—¿En qué les puedo ayudar, señores? —Mirándolos a la cara, les preguntaba Doorman.
Preguntaban por Kriptonita Enterprise. El directorio era una lista de 15 empresas, figuraba la primera con grandes letras doradas, pero ninguna de las empresas parecía tener un piso o planta a la que acudir, ni timbre para llamar a nadie, ni recepción. A Doorman se le estaba complicando el día por momentos.
La puerta de acceso a las oficinas de esta y las demás empresas estaba justo detrás de la puerta donde estaba colgado el directorio. Doorman abrió la puerta con un mando a distancia; no había mucho que ver: una estancia diminuta, un teléfono rotativo rojo sobre una mesa de oficina de los años 60, sin sillas para sentarse.
—¿Cuál es el motivo de su interés por Kriptonita? —preguntaba Doorman.
—Buscamos al CEO de la compañía —contestaba el que más galones tenía, según su placa de identificación el agente Polisman.
—Pues bien —respondía Doorman—, el CEO vive en Singapur, los asuntos legales se llevan desde Nueva York, hay un trader llamado Goldman que vive en el centro de la ciudad, y yo soy un empleado que llama al número correspondiente cuando preguntan por alguna de las empresas del directorio.
—Nos disponíamos a una inspección y registro de las instalaciones.
—Pues ya han visto todo lo que se puede ver, una mesa y un teléfono.
—Nos consta que en el edificio hay una sala de servidores, propiedad de Kriptonita.
—No, Kriptonita no tiene propiedades ni es inquilino del edificio, al margen de esta oficina compartida. Lo que puedo hacer es marcar el número que corresponde y, al cabo de un par de minutos, podrán tener una conversación con el representante de Kriptonita.

Los policías, después de una escueta conversación telefónica, abandonaron el portal. Doorman sabía que todo el edificio era propiedad de Newman, y poco más. Su trabajo consistía en marcar el número del teléfono rojo.
Doorman miraba a los policías cómo se iban con las manos en los bolsillos y, al mismo tiempo, pensaba que él era el portero exclusivo del jefe y de la señorita Perkins. Los otros porteros del edificio gestionaban más movimiento y menos excentricidades.
Pasaron unos días en la nueva rutina. Al salir de la sala del pánico helada, Newman se arreglaba para pasar a un clima menos extremo. Cuando llegó a la mesa de su estudio principal, tenía todo lo necesario para confeccionar el regalo: unos pétalos de obsidiana, una mariposa Morpho disecada, unos trozos de esmeralda tubulares y una urna de vidrio.
Se puso manos a la obra. En la sala taller tenía todo lo que le haría falta para la tarea que se había impuesto. Vestía una bata negra Mascot Gladstone y unos guantes de nitrilo de color crema. Sobre la mesa de trabajo tendió los 30 pétalos de obsidiana; los examinó uno a uno en busca de imperfecciones. “¡Perfecto!”, se alegró; no había ningún defecto, superficies perfectamente pulidas que reflejaban distintos tonos de luz cuando los observaba con la lupa. Cada uno de los pétalos obedecía a un modelo único en 3D que él había modelado y enviado al artesano joyero.

Al cabo de dos horas había ensamblado los 30 pétalos; tenía ante sí una espléndida rosa negra de pétalos de obsidiana. A continuación, le añadió uno a uno los trozos de esmeralda para formar el tallo. Sobre una base circular, encajó el tallo con la rosa. La primera fase había concluido.
Tenía ante sí los tres elementos de la composición: una rosa oscura sobre su base, una mariposa Morpho disecada y una urna de vidrio cilíndrica con su pomo. La mariposa debía estar suspendida en el aire; para ello utilizaría unas microfibras de carbono que la unirían a la zona alta de la urna, las fibras a su vez estarían conectadas a la base de la rosa.
Cuando terminó la obra, se quedó observándola un largo rato; faltaba comprobar un último efecto de su composición.
—Alexa, te he hecho un regalo, ¿te gusta? —dijo en voz alta y sonora Newman.
—Gracias, estoy muy agradecida, y me pone en un compromiso. Yo nunca podré corresponderle, ¿le puedo ayudar en algo más?

El regalo

El regalo

Al sonar la voz de Alexa, la mariposa no paró de moverse; Newman se había propuesto atrapar el alma de Alexa en un frasco, y lo había conseguido.

Newman volvió a meditar sobre su obra. Una vez que la mariposa se quedó inmóvil, el objeto que tenía delante de sí era una metáfora de él mismo. La urna era su habitación del pánico, dentro de su apartamento, dentro de su edificio; la mariposa era su ser ingrávido revoloteando sobre una negrura bella y atávica a la vez. ¿Sería su pasado, su realidad interior o tal vez su sombra que lo acompañaría de por vida?
Esa noche tendría la primera pesadilla de una serie: la mariposa formaba un capullo, del que al poco tiempo saldría un horrible gusano que terminaría devorando uno a uno los pétalos de la rosa y su hermoso tallo. El gusano moría atrapado al poco tiempo al no poder seguir alimentándose.

La pesadilla

La pesadilla

 

El avatar enmascarado

El regalo

La pesadilla